March 31, 2024

¡Por fin, desperté al mundo!

 

¡Por fin, desperté al mundo!

 

Luis Julián Salas Rodas

 

  Aristóbulo Aramburo terminó presuroso la tarea de secar y dejar reluciente, con su trapo rojo, la carrocería de uno de los buses de la principal empresa de transportes de pasajeros y carga del pueblo. Tenía prisa porque debía llegar a su morada a bañarse y cambiarse de ropa para estar puntual a su clase de alfabetización en la institución educativa Manuel Mejía Vallejo. Una vez bañado y arreglado tomó en sus manos el cuaderno de tareas. Miró con atención las planas que la maestra Fabiola había puesto para hacer el fin de semana. La tarea estaba cumplida. Le gustaba el trazo redondo de sus primeras letras. Ya distinguía muy bien la diferencia entre las mayúsculas y las minúsculas. Se sentía orgulloso de escribir sin salirse de las líneas y de no tener manchones en las hojas de su cuaderno de tareas.

   Las clases eran de 5 a 7 de la noche todos los jueves y los lunes. De los 10 meses que duraba el curso ya habían transcurrido la mitad del tiempo. Deseaba que no se terminaran las clases por cuanto quería seguir aprendiendo nuevos conocimientos y disfrutar la compañía de los y las compañeras del curso donde ya había establecido algunas amistades más allá del aula de clases. Deseaba tener cuanto antes las prometidas clases de aprender a manejar un computador y el celular. Aparatos que lo descrestaban y quería saber cómo funcionaba.

  Aristóbulo Aramburo solo tenía como familia a Margarita, su abuela materna. Su madre, a la cual no conoció, fue una prostituta que murió a los pocos meses de nacer él, de un cáncer mamario. Al menos esa era la información que desde pequeño le había dicho su abuela. De su padre, a excepción de su madre, tampoco lo conoció. Lo único que le comunicó su abuela es que era un vendedor ambulante de los que se ganaba la vida vendiendo sombreros de pueblo en pueblo. No tenía primos y primas porque, al igual que él, tanto su mama como su abuela fueron hijas únicas. Así que solo tenía el mismo apellido de ella y de su abuela, que ya se aproximaba a sus ochenta años de vida. Un hijo natural según el Código Civil. En la partida de bautismo no fue inscrito como hijo legítimo por cuanto no fue concebido bajo las normas del matrimonio católico. Así, pues, Aristóbulo nació y creció con ese estigma social y religioso. Por mucho tiempo quiso saber más de sus padres, pero no pudo. Ni siquiera había una lápida en el cementerio con el nombre de su madre. Intuía que entre su madre y su abuela no hubo una buena relación, pero jamás ella le habló mal de su madre o manifestó algún rencor o resentimiento hacia ella. Lo que, si se propuso, y puso siempre todo su empeño en ello, fue hacer de Aristóbulo una buena persona, un hombre de bien, lo que no pudo con su hija descarriada. La abuela, una fervorosa creyente, agradecía en sus oraciones a dios el tener en su vejez la compañía de un nieto para paliar su soledad y, al mismo tiempo, que le diera suficientes años de vida para que Aristóbulo fuese mayor de edad y se valiese por sí solo.

   Vivián en una de las veredas del pueblo, en una pequeña casa, prestada, que antes había sido habitada por una familia de agregados perteneciente a una finca cafetera. Por generosidad el dueño les permitía ocuparla. La casa no contaba con energía eléctrica, cocinaban con leña, el piso de cemento, paredes de bareque y techo de paja. La cocina y el baño quedaban fuera de la casa. Lo que sí tenían en abundancia era agua que recogían por gravedad de un nacimiento cercano.  Tenían una huerta de pan coger para el autoconsumo. La abuela se ganaba la vida como aplanchadora en casas de familias pudientes del pueblo y de la venta velitas dulces de coco que el nieto Aristóbulo vendía en las calles. En las épocas de cosecha del café se ganaba un dinero extra como chapolera. Nunca recibieron ayuda monetaria del Gobierno Nacional o de la Alcaldía.  Lo que nunca le gustó fue su nombre, un nombre tan raro que no tenía tocayo. Lo que no sabía Aristóbulo, ni nadie en el pueblo, era el origen de su nombre:  provenía del griego y significaba el que tiene una voluntad noble y que era también el nombre de Aristóbulo de Alejandría un ilustre filósofo judío, seguidor del gran filósofo griego Aristóteles, que vivió en la ciudad egipcia de Alejandría hacia el 150 A.C.

  En la vereda en que vivieron nunca hubo una escuela pública y las que había eran en veredas lejanas, razón por la cual Aristóbulo nunca pudo recibir ningún tipo de educación formal y pública, menos de su abuela iletrada.

 Desde pequeño a Aristóbulo le gustaban los buses tanto los de escaleras con muchos dibujos geométricos y de colores, como los modernos de amplias ventanas y sillas reclinables. Aguardaba con alegría los días de navidad y de su cumpleaños porque la abuela le daba de regalo un carro, un camión o un bus de juguete.

  Cuando terminaba de vender las velitas iba siempre al lavadero de los buses, a la entrada del pueblo. Se quedaba viendo como era el oficio de echar manguera, champú, cepillar llantas con detergente, secar la carrocería, treparse al techo, aspirar las sillas, limpiar las ventanas, desengrasar el motor, desmanchar y brillar la carrocería. Cuando se percataba de que nadie lo veía se sentaba en el puesto del conductor y cogía el volante con las dos manos, le daba vueltas, trataba de colocar los pies en los pedales e imitaba con la boca el ruido del motor en imaginarios viajes. Eran esos los momentos más felices del día. Y así, de tanto ir al lavadero se hizo conocer de los conductores de buses, de los ayudantes, aquellos que cobraban los pasajes a los pasajeros dentro del bus, y de quienes lavaban y alistaban los buses. De vez en cuando algunos conductores de la flota le permitían ir como acompañante en los viajes a Medellín. Esos ocasionales viajes eran para Aristóbulo todo un acontecimiento. Esperaba tener unos años más para poder conocer a fondo la ciudad.


  Aristóbulo siempre era el primero en llegar al salón de clases para que la maestra Fabiola le revisara el cuaderno de tareas. La maestra Fabiola Jiménez García tenía el título de normalista superior. Por sus méritos había sido condecorada por la secretaría de educación del departamento. Casada. Madre de dos hijos adolescentes. Gozaba del aprecio de los padres y madres de familia y de sus colegas de la institución educativa por su entrega, responsabilidad, don de gentes y buen trato a sus alumnos. Se sentía realizada. Feliz en su profesión de maestra de primaria, pero sentía que era su deber dedicar tiempo y esfuerzos por la educación de adultos analfabetas, pues sus abuelos campesinos así lo fueron. Al inicio de su apostolado, como solía decir, lo hacia ella sola, con sus propios recursos. Una vez al asistir a un curso de cualificación docente en Medellín hizo contacto con el director de una Fundación que apoyaba proyectos de alfabetización de adultos. El contacto fue efectivo. El director de la Fundación, un hombre joven entusiasta y promotor de la educación popular le dijo si a du solicitud. Asignó a la trabajadora social Johanna Vélez Martínez la coordinación del proyecto de apoyo en dinero y materiales a la maestra Fabiola.

  Luis Miguel Saénz Jaramillo era el director ejecutivo de la Fundación Construir un Mundo Mejor. Desde el colegio mostro siempre una inclinación por las humanidades y al terminar su bachillerato tenía muy definido que lo quería ser en su vida era ser sociólogo y especializarse en Ciencias Sociales, como efectivamente lo logró. Fue, además, profesor e investigador, pero la verdadera realización profesional le llegó cuando lo nombraron director ejecutivo. Ya estaba vinculado como profesional tallerista a la Fundación lo que le permitió conocer muchos departamentos y municipios del país en el trabajo con los maestros y profesores, en especial los que vivían en zonas rurales lejanas y de difícil acceso. El impartía capacitación y asesoría a ellos para crear Escuelas de Padres. Fueron, según sus palabras, los más maravillosos años de su quehacer profesional. Le generaba una gran alegría escuchar los testimonios de agradecimiento de sus alumnos expresados en la clausura de los cursos por medio de cartas y tarjetas. De cada grupo se tomaba fotos con los alumnos. Cartas, tarjetas y fotos que luego guardaba en un álbum.

 Al llegar a la dirección de la Fundación, luego del retiro de la directora, impulso crear un programa de alfabetización de adultos logrando el apoyo económico de otras fundaciones nacionales y extranjeras, siendo los maestros y profesores de las Escuelas de Padres los que luego de su preparación y cualificación se encargaban de conformar grupos de alfabetización en sus municipios. La Junta Directiva le aprobó el proyecto por decisión de la mayoría. Decisión que no compartió uno de los miembros, quien expresó: que alfabetizar personas adultas era votar la plata porque el problema se resolvía solito con la muerte progresiva de esos viejos.

  Al director le parecía escandaloso y una vergüenza nacional que en el país aún hubiesen alrededor de 3.500.000 de personas mayores de 15 años analfabetas, entre absolutos y funcionales. Siendo el porcentaje de analfabetismo en las zonas rurales el doble que en las urbanas. Aún el país no era un territorio libre de analfabetismo. Personas que por diversos motivos y razones el Estado, la sociedad y las familias no les había dado el acceso al derecho fundamental y constitucional a la educación. Negación que los discriminaba y excluía de participar a plenitud en la vida económica, política y ciudadana del país. Es más. Muchos de ellos se autoexcluían porque no se sentían dignos, merecedores de respeto y consideración.

  Así que se puso como misión proporcionar el mayor número de oportunidades para restituir el derecho negado a la educación a esa población. Alrededor de 6.000 personas ya habían logrado alfabetizarse; hecho que lo llenaba de orgullo y satisfacción. Quería que fuesen más, pero los recursos propios de la Fundación y la ayuda externa de otras organizaciones eran limitados. Sentía Luis Miguel una deuda con la vida, con su familia y con la sociedad de retribuir la oportunidad de haberse educado. Sentía, también, un genuino imperativo ético de proporcionar desde la fundación oportunidades a las personas iletradas que quisieran aprender a leer y escribir. Le gustaba asistir a los actos de entrega de diplomas de las personas que terminaban los cursos de alfabetización. Le emocionaba escuchar los testimonios de superación personal y los cambios en la vida de ellos y sus familias. Tenía claro que para vivir en un mundo mejor la clave estaba, primero, en la educación, en el cambio personal y familiar.       

  Quince estudiantes, la mayoría mujeres, donde Aristóbulo era el de menos edad, iniciaron el curso. Un número ideal para que la maestra Fabiola pudiese dar un acompañamiento personalizado. No tuvo que realizar convocatoria pública para promoverlo por cuanto conocía quienes en el pueblo eran iletrados y podría interesarles participar. Aristóbulo   fue el primero en inscribirse. Esa era la oportunidad que estaba esperando desde chico. Sabía que por su edad ya no le era posible asistir de alumno regular a la institución educativa donde enseñaba la maestra Fabiola. En la primera reunión los acompaño Johanna para darles la bienvenida en nombre de la Fundación y su director. Los felicitó por estar allí y por querer superarse y aprender. Les hizo entrega de mochilas a cada uno de los presentes con materiales didácticos, cuadernos, lápices, marcadores. La maestra Fabiola les dio las indicaciones respectivas y los animó a persistir y a no abandonar el curso. Llevó a cabo una ronda de presentación y cada uno de ellos expresó sus deseos y expectativas para hacer el curso. Al final de la reunión todos salieron alegres, agradecidos y con muchas ansias de recibir la primera clase.

 Un gran dolor y desamparo fue para Aristóbulo el fallecimiento de su abuela Margarita. Un día, por la tarde, no despertó de la siesta que realizaba después de hacer el almuerzo y preparar las velitas con coco. Cuando se percató que no se movía ni respondía a sus llamados y a los movimientos de sus manos sobre el cuerpo de la abuela, Aristóbulo tomo conciencia de su muerte. Le cerró los ojos, cubrió su cuerpo con una colcha de retazos que había tejido su abuela. Fue al jardín, cortó unas margaritas, la flor preferida de la abuela, cruzó sus brazos sobre la colcha y puso el manojo de margaritas entre sus manos. Besó su frente y rezó tres Ave María y el Dulce Jesús Mio y la oración al Ángel de la Guarda como hacia todas las noches en compañía de su abuela antes de acostarse. Y entre rezo y rezo, lloraba y se secaba las lágrimas con un pañuelo bordado de la abuela. Cuando termino las oraciones salió de la casa y se dirigió a donde la familia propietaria de la vivienda para anunciarles el deceso de su abuela Margarita. Ellos lo acogieron, lo consolaron y se encargaron de los trámites, el ataúd, y los costos del funeral. A la misa y al cementerio acompañaron junto con sus compañeros del lavadero de buses. 

 15 años acababa de cumplir Aristóbulo cuanto falleció su abuela. No pudo resistir seguir viviendo en aquella casa, que la familia benefactora le siguió ofreciendo para quedarse a vivir allí porque le herían los recuerdos y las vivencias, que a pesar de la pobreza y las carencias materiales fue feliz y amado por su abuela, la única pariente que conoció. Así que recogió sus pocas pertenencias, su colección de carros y los objetos queridos de Margarita. Alquilo un modesto cuarto en una pensión del pueblo. Como no tenía vicios hizo ahorros y logró comprarse un televisor usado en un almacén de compraventa para entretenerse en las noches Los ahorros le alcanzaron, también, para comprarse un gran reloj de pulsera.

  Como ya no era posible la venta de las velitas de coco se dedicó por entero al oficio de lavar buses, carros y camiones. Los compañeros solidarios le permitían trabajar más para que él pudiese ganar lo suficiente para sus gastos personales, alimentarse, comprar los artículos de aseo, la ropa y pagar el arriendo de la pieza. Los conductores lo buscaban porque, entre todos los lavadores, era el que mejor se esmeraba por dejar impecables los buses. Los sábados en la tarde jugaba parqués con sus compañeros de trabajo. Los domingos asistía a misa, como solía hacerlo en compañía de su abuela y después iba al cementerio a depositar un ramo de margaritas en la tumba de ella. Flores que doña Amparo, la dueña de la única floristería del pueblo le vendía a un bajo precio. A los nueve años hizo la primera comunión. Tenía pendiente hacer la confirmación para poder recibir los siete dones del Espíritu Santo. En su cuello portaba junto al escapulario de la Virgen del Carmen, patrona de los reclusos y los conductores, una foto, laminada, de su querida abuela. De su madre nunca vio una foto y mucho menos de su desconocido padre. Y sin ayuda, ni consejo de nadie, fue superando con el tiempo el dolor y la tristeza por la partida de su abuela. 

  A los quince años, en plena adolescencia Aristóbulo, mostraba en su cuerpo un gran desarrollo físico. Una estatura superior al promedio, anchas espaldas manos grandes, una blanca y alineada dentadura, una linda sonrisa, una voz gruesa y un incipiente bigote eran notorios. Un mulato bien plantado fu el resultado de la herencia, la única, que le dejó su padre desconocido. Aún no había tenido ninguna relación sexual pues no tenía amigas y tampoco quería tener contactos con las prostitutas del pueblo por ser hijo de una. Se sentía fuerte y resistía bien el esfuerzo físico que implicaba su duro trabajo a la intemperie. No gastaba mucho dinero en la ropa pues para lavar los buses solo se requería una camiseta, unas bermudas, unos tenis y una gorra. El pantalón y la camisa de manga larga era para la misa del domingo.



  En una ocasión se enfrentó a puños con un compañero por la prelación de un turno de lavado. Negro hijueputa e ignorante, le gritó. La ira le dio más fuerzas para continuar la pelea, pero los otros compañeros intervinieron y los separaron. Nunca antes lo habían ofendido de esa manera. Ya calmado y en su pieza reflexionó. El agravio era cierto. En él se reunían las tres situaciones mencionadas. No era ningún infundio o mentira. Pero, ¿qué culpa tenía el de su origen y condición? Ninguna. Y, entonces, ¿debía volver a responder con puños e ira la próxima vez que esto ocurriese? Se prometió a sí mismo que eso no volvería a suceder porque de volver a hacerlo se la iban a montar. Había motivos y circunstancias para ser un amargado, un resentido social. pero no. El amor incondicional de su abuela y la fe religiosa le daban la fortaleza necesaria para sobreponerse a la adversidad.   

  Las clases de alfabetización comenzaron faltando un año para cumplir la mayoría de edad y con ello la posibilidad de tener su cedula de ciudadanía con su firma, escrita de su puño y letra. Con cada clase un nuevo conocimiento, una tarea más para hacer. Un logro. Otro paso adelante.  Ya podía leer en voz alta y cada vez entendía mejor las operaciones matemáticas básicas. También aprendía el manejo de las finanzas personales. Además de la alfabetización cada mes venía el psicólogo de la fundación y la trabajadora social a realizar visitas domiciliarias y talleres de desarrollo personal y crecimiento. En ellos, junto a sus compañeros, aprendió nuevas palabras como asertividad, autoestima, empatía, respeto, dignidad, expresión de las emociones y los sentimientos. Los conceptos del respeto y la dignidad le impactaron bastante. El saber que todas las personas por el solo hecho de nacer eran merecedoras de respeto y de merecimiento propio le pareció un asunto de la mayor importancia. Qué si el respetaba a los otros, los otros debían respetarlo a él también. Qué las personas eran sujeto de derechos y obligaciones, en especial a disfrutar de una vida digna. Y que las personas deben ser valorados por lo que son y no por lo que poseen.

  Por primera vez en su vida Aristóbulo supo lo que era el valor de la amistad, el sentimiento de la fraternidad. Como no pudo ir a la escuela tampoco pudo tener amigos de su edad. Fue un niño solitario. Las clases de alfabetización le permitieron conocer y tratar otras personas distintas a sus compañeros del lavadero de buses. Conoció a doña Berta una abuela cuya motivación para alfabetizarse era aprender a leer para pasar más tiempo con sus nietos y así poder leerles cuentos. Ella contó al grupo que cuando le comunico a su familia que quería aprender a escribir y a leer le dijeron que para qué hacer tal cosa a su edad, que lora vieja no aprende a hablar. Pero ella persistió y cuando supo lo que significaba la dignidad les respondió que ella no era un pájaro sino una persona con dignidad que merecía y exigía respeto de los demás. Estaba don Hermenegildo, otro abuelo, padre de 7 hijos y 11 nietos, que se ganó la vida como arriero de mulas y nunca pudo ir a la escuela. Su motivación era poder sentarse a leer los periódicos en el parque del pueblo, tomándose sus tintos y enterarse de las noticias no solo por la radio. También participaban del grupo Doña Ana, la abuela, Clara, su hija e Isabel la nieta cuya motivación era poder iniciar un restaurante de comida típica en el pueblo. Y doña Ruth, una mujer mayor, muy creyente, que deseaba aprender a leer para poder leer la biblia sin tener que rogar a sus familiares para que lo hicieran por ella. Y así, cada uno de los 15 alumnos tenían una motivación propia para alfabetizarse y dejar de ser iletrados. Cada uno de ellos daba una pequeña cuota mensual a la maestra Fabiola para costear los refrigerios. Organizaron turnos para el aseo y orden del salón después de terminar cada clase. El curso de alfabetización incluía, además alfabetización digital por medio de los celulares. Así que desde el principio del curso Aristóbulo, de la misma manera que hizo con la compra del televisor y el reloj, empezó a ahorrar para tenerlo listo para cuando la maestra Fabiola empezara a enseñarles a usar las aplicaciones. Todos sus compañeros del lavadero tenían celulares prepagos, menos él. Ya había aflojado mucho la mano y era capaz de escribir tanto con letra pegada como con la letra separada. Dos veces la maestra Fabiola lo había hecho pasar al tablero para escribir en él y para leer en voz alta al grupo. Y pudo controlar los nervios y salió muy bien. 

 


   Un fin de semana, el sábado y el domingo por la tarde salió con un cuaderno y un bolígrafo por las calles del pueblo. Las recorrió todas. Y en cada acera, con el cuaderno y el bolígrafo apoyado en la pared fue escribiendo el nombre de cada calle con su respectiva nomenclatura, así como los avisos de cada negocio, tienda, bar, restaurante, taller y almacén. Llenó el cuaderno. Estaba muy feliz y orgulloso de haber terminado la tarea que el mismo se impuso. Ya podía orientar a los turistas del pueblo cuando le solicitaran información sobre una dirección. El martes siguiente llevaría el cuaderno para mostrarlo a la maestra Fabiola y a sus compañeros. 

  Empezó a ir a la biblioteca de la casa de la Cultura. Recorría los estantes y leía el lomo de cada libro. Sentía mucho interés y curiosidad por los libros de geografía, donde había ilustraciones y mapas de los países que desconocía que existieran. Sacó el carné de la biblioteca y se llevaba libros para leer en sus ratos libres y en la noche en su pieza. Cada vez veía menos televisión y leía más. Se estaba convirtiendo en un devorador de libros, en un lector compulsivo.   

 El tiempo fue pasando y la maestra Fabiola puso fecha para la finalización del curso. Les anuncio que el director de la Fundación, la trabajadora social y el psicólogo vendrían a la clausura y entregarían a cada uno de ellos el diploma que los acreditara que habían terminado a satisfacción el curso de alfabetización. Iba a ser, pues, un evento muy especial y era necesario prepararlo y organizarlo muy bien. A la ceremonia de graduación podían asistir los familiares. Ella ya había elaborado un presupuesto que incluía la compra de una torta, refrescos y un pergamino de agradecimiento a la fundación. La abuela Ruth, su hija Clara e Isabel la nieta se ofrecieron hacer la torta. Una torta grande que alcanzara para todos los asistentes. La maestra Fabiola dijo, también, que uno de los participantes debía de escribir unas palabras de cierre del evento. Aristóbulo fue el primero en levantar la mano. Todos estuvieron de acuerdo que fuera él quien en nombre del grupo escribiera y pronunciara esas palabras. La maestra Fabiola, siempre tan creativa y recursiva, había conseguido apoyo económico del Club de los Rotarios y del gerente de la flota de buses para realizar un paseo de dos días a Medellín, con ella y sus alumnos, a conocer el Museo de Antioquia, la Universidad de Antioquia, El planetario, el Parque Explora y el Jardín Botánico. Al enterarse de esta sorpresa que les tenía la maestra Fabiola los alumnos aplaudieron y gritaron jubilosos.    

  Aristóbulo se acercó a la profesora Fabiola para pedirle que le diera algunos consejos para escribir las palabras. La maestra, por supuesto le dijo que con el mayor gusto. Tres semanas le tomó a Aristóbulo escribirlo. Escribió varios borradores y se los fue mostrando a la maestra Fabiola que lo corregía y le daba sugerencias para irlo mejorando en cada versión. Fue todo un reto para él. Como reto iba ser el leerlo en público, lo leyó varias veces, en voz alta, ante su maestra quien lo escuchaba con atención y le indicaba la entonación y las pausas que debía hacer en cada párrafo.

  Llegó el esperado día de la graduación. Un jueves a las dos de la tarde en el auditorio de la Institución Educativa Manuel Mejía se dio inicio de la ceremonia. Los alumnos llegaron vestidos con sus mejores trajes, lo mismo que sus familiares. Aristóbulo acudió estrenando camisa larga, pantalón de dril y mocasines de cuero. Estuvo en la peluquería de doña Sonia para que le motilaran el cabello, le recortaran el bigote y le arreglaran las uñas de las manos. Quería estar lo mejor presentado puesto que la ocasión así lo ameritaba.

  La maestra Fabiola lucía muy elegante. El auditorio fue decorado con bombas de colores y carteleras con fotos y trabajos de los alumnos. En la mesa principal, cubierta con un mantel blanco, adornada con flores, estaban escritos en un cartón los nombres y apellidos del director, de la trabajadora social, del psicólogo, del rector de la institución educativa, de la maestra Fabiola y de Aristóbulo en representación de los alumnos. Se colocó una jarra con agua y vasos de vidrios al lado derecho de los cartones. En una mesa auxiliar colocaron la torta, los refrescos, los platos, los tenedores y los vasos de plástico y las servilletas. La Corporación de Escuela de Música del pueblo se unió al evento prestando, sin costo alguno, el micrófono, los parlantes y el atril. Todo estuvo organizado al detalle.

  A la hora indicada inició el evento. La primera en tomar el uso de la palabra fue la maestra Fabiola. Saludo a los asistentes y a cada uno de sus alumnos con su nombre. Los felicitó por su cumplimiento y esfuerzo durante los 10 meses que duró el curso en el que ninguno desertó. Agradeció al director de la Fundación, a el psicólogo y a la trabajadora social por su apoyo y acompañamiento. Concluyó anunciando la buena noticia que el próximo año iba a empezar un nuevo grupo de alfabetización con el respaldo de la Fundación porque con la voz a voz de sus alumnos, varias personas se animaron a leer y a escribir. Un gran aplauso fue la respuesta de los asistentes. A continuación. habló el director de la Fundación Construyendo un Mundo Mejor quien también felicito al grupo y a la maestra Fabiola por el entusiasmo y la responsabilidad que demostraron durante el curso. Dijo, además, que siempre estuvo muy informado de los avances y logros de cada uno de los participantes del grupo y que la Fundación estaba dispuesta a apoyar todos los grupos de alfabetización del municipio hasta que se pudiera decir que era un territorio y una población libre de analfabetismo. De nuevo el público aplaudió. El director le pasó a la maestra Fabiola un sobre con el recibo de una transferencia bancaria a su nombre. Era una bonificación especial dado a ella en reconocimiento a la culminación exitosa del curso de alfabetización. La maestra abrió el sobre y miró el recibo. Se sonrió y dio una mirada de aceptación y agradecimiento por este inesperado reconocimiento.  Luego hablo el rector de la institución educativa. En el orden del día seguían los testimonios de los alumnos. Uno a uno, de pie fueron hablando. La primera en hacerlo fue doña Berta quien expresó que no solo había aprendido a leer y escribir y las operaciones matemáticas básicas. Había mejorado su relación con los nietos con la lectura de los cuentos, y que, además, con los talleres de desarrollo y crecimiento personal recibidos dejó de regañar tanto y echar cantaleta por todo. Y otra cosa más dijo: ya no me deje a volver a ser engañada con las vueltas de las compras en las tiendas. Luego habló don Hermenegildo. Había logrado el respeto y la admiración tanto de su familia como de sus amigos por demostrar que podía leer, de corrido, los periódicos en el parque. Doña Ana, en nombre de su hija Clara y su nieta Isabel   expresaron que ya se sentían en capacidad de abrir el restaurante de comidas típicas. Al terminar los testimonios de los alumnos, la maestra Fabiola y anuncio a los asistentes las palabras de Aristóbulo.

  Aristóbulo se puso de pie y se dirigió al atril. Levantó un poco el micrófono. Sacó del bolsillo de su pantalón el discurso. Desdobló las tres hojas y las puso sobre el atril. Miró primero a las personas de la mesa principal y luego al público en general.

   Con voz pausada, pero clara y firme inició la lectura del texto, escrito en primera persona:

   Buenas tardes. Un saludo y un agradecimiento muy especial a nuestra querida y admirada maestra Fabiola por su dedicación y paciencia para enseñarnos a leer, a escribir, a sumar, multiplicar, restar, dividir y a usar el celular. Por mantener el ánimo y el deseo de superación en cada uno de nosotros para permanecer   en el curso y no tirar la toalla. A mis compañeros y compañeras mis felicitaciones más sinceras. Un abrazo les extiendo. Saludos, también, al señor rector de la institución educativa, Ovidio Guzmán Mejía, al señor director de la Fundación Construyendo un Mundo Mejor, Luis Miguel Saénz Jaramillo, a la señora Johanna Jiménez García, trabajadora social, al señor Raúl Velásquez Gómez, psicólogo, gracias por todo el apoyo y acompañamiento que hiso posible llevar a cabo este curso. A los familiares de los compañeros y compañeras gracias por estar aquí y compartir la alegría de la graduación.

   Muchos de ustedes saben quién soy yo y a que me dedico para ganarme la vida honradamente. Saben que no conocí a mi madre, ni a mi padre. Que viví y crecí en una de las veredas más alejadas del pueblo con la única compañía de mi abuela materna Margarita hasta que falleció hace tres años de un infarto, en su cama, sin ningún sufrimiento. Gran dolor y soledad sentí por su partida inesperada. No tuve educación formal porque en la vereda no había escuela, ahora sí la hay, como si la tuvieron otros niños y niñas de mí edad. 

  Siendo analfabeta la abuela se inventaba historias que de pequeño me contaba antes de dormir. Ella, con su dulzura, con su buen trato, con su amor me formó en valores para la vida. Cuanto quisiera que aún viviera y estuviera aquí, presente en este acto de graduación. Creo que se hubiese sentido muy feliz y orgullosa de los logros de su nieto.  

 (Al recordar a su abuela le tembló la voz, Carraspeo un poco, inhalo más aire y tomó un sorbo del vaso con agua que estaba en el atril. El recinto en total silencio. El público conmovido por el relato de vida de Aristóbulo)

  Han sido estos 10 meses del curso los más felices de mi aún corta vida. Además de conseguir nuevos amigos, de comprender el significado de las palabras impresas, de leerlas, de escribirlas, de dominar las operaciones matemáticas, de sentarme y teclear frente a una pantalla de computador y aprender a usar el celular no solo para hacer llamadas sino para enviar mensajes de texto y conocer de cualquier tema. Aprendí con mis compañeros que hay otros valores, además de los que me enseño mi abuela. Por, ejemplo el de la Dignidad, que todas las personas por el solo hecho de nacer merecen ser valorados y respetados. Que las personas analfabetas, como lo éramos nosotros, también teníamos dignidad y derechos humanos.

  Tengo que hacerles otra confesión: mi mayor deseo y anhelo, desde chiquito, es el de llegar a ser conductor de buses de la flota del pueblo. Sabía que siendo analfabeta no podía conseguir la licencia de conducción y que seguiría, de por vida, en el oficio de lavador de buses. Ahora sé que mi sueño se puede convertir en realidad. Me sentiría muy realizado el día en que pueda portar el uniforme y el carné, con mi foto, de la flota, hacer el primer viaje a Medellín ya no como pasajero sino como conductor. El señor gerente de la flota me dijo que me va a ayudar a pagar parte de los costos del curso de la escuela de conducción, pero antes tengo que validar la primaria y el bachillerato, porque es un requisito obligatorio para tener la licencia de conducción y hacer parte de los conductores de la flota de buses del pueblo-. Somos varios los compañeros que queremos seguir aprendiendo y el año entrante vamos a matricularnos en los programas de validación del Ministerio de Educación con el apoyo de la maestra Fabiola.

 Otro deseo que tengo en la vida, después de ser conductor de buses, es enamorarme de una mujer, casarme, tener hijos, una familia y porque no, nietos y nietas que alegren mi vejez y a los que pueda escribirles y leerles cuentos en las noches antes de acostarse como hacia mi abuela conmigo siendo niño.

  La próxima semana cumplo 18 años. Llegó a la mayoría de edad. Me sentiré ciudadano con mi cédula y de esa forma votar en las elecciones por los candidatos que más me gusten. Muchas cosas maravillosas me han ocurrido en este último año y otras más, estoy seguro, también llegarán. Atrás quedaron la envidia, la rabia, la vergüenza, las humillaciones, los insultos.  las discriminaciones. las frustraciones. Es que antes de aprender a leer y escribir yo vivía como dormido, pasmado, ante la realidad que me rodeaba y abrumaba; pero, ya no porque por fin desperté al mundo. Hoy es el inicio de una nueva vida para mí.

 Gracias, gracias, gracias.



  Al terminar su discurso todos los asistentes al acto se levantaron de las sillas y le dieron un nutrido y largo aplauso. Dobló las tres hojas del discurso y las puso en el bolsillo trasero del pantalón. Recibió los abrazos de felicitación de los invitados especiales y volvió a su lugar en la mesa principal. Lagrimas empañaron sus ojos. Eran muchas emociones juntas para un solo día. Los aplausos. El poder estar sentado allí con personas tan importantes, los abrazos, los primeros que recibía fuera de los muchos que le dio la abuela, recibir el diploma que decía que ya no era una persona analfabeta sino una persona letrada. Luego la maestra Fabiola y los invitados especiales empezaron a entregar los diplomas que acreditaban la culminación del curso de alfabetización a los a los alumnos. En un sobre plástico, para protegerlos de su deterioro, les fue entregado a cada uno su diploma, escrito en letra de estilo con el logo de la institución educativa y el de la Fundación Construyendo un Mundo Mejor, con su firma de la maestra al lado de la del señor director. Junto al diploma recibieron de la Fundación una antología de cuentos de escritores famosos. Después del saludo de mano, los alumnos hicieron una fila de frente al público mostrando con orgullo y alegría el diploma entre las manos. Muchas fotografías fueron tomadas por los familiares. La del grupo de alumnos con el diploma y todos quisieron tomarse más fotos con la maestra Fabiola, el rector, el director ejecutivo y el equipo de la Fundación y con los familiares. Terminada la sesión de fotos, la abuela Ana, junto a su hija y nieto empezaron a partir la torta de tres pisos adornada con flores y frutas de mazapanes y repartir los refrescos a los asistentes. En la ceremonia también estuvieron la presentadora y el camarógrafo del canal local de televisión. Entre los entrevistados estuvo, por supuesto, Aristóbulo. Él un humilde lavador de buses iba a salir en el informativo del canal. Tendría su cuarto de hora de fama. Otro motivo más para sentirse alegre y orgulloso.  

 En un momento de la reunión, antes de finalizar el evento, el director de la Fundación se aproximó a Aristóbulo que estaba rodeado y conversando con sus compañeros del lavadero. Se dirigieron a un extremo del auditorio. El director volvió a felicitar, en forma efusiva, a Aristóbulo. Le dijo que le había gustado mucho sus sentidas palabras de su discurso y que tanto la trabajadora social como el psicólogo lo tenían al tanto de su entusiasmo y progresos como alumno. Lo animó a continuar la validación de la primaria y el bachillerato y a lograr la anhelada licencia de conducción. Le prometió regresar al pueblo cuando ya estuviera vinculado como conductor de la flota de buses y portara su uniforme. Llamó a Johanna, la trabajadora social, para que le tomara una foto abrazado con Aristóbulo. Así lo hizo y se las envío, por WhatsApp, a sus celulares.

 El director le preguntó a Aristóbulo si sabía el origen y significado de su nombre. Aristóbulo le respondió que no. Que siempre le había parecido un nombre muy feo, que hasta pena le daba. El director le dijo que no debía ser así, que por el contrario debía sentirse orgulloso de tenerlo pues provenía del griego y significaba el que tiene una voluntad noble y que era también el nombre de Aristóbulo de Alejandría un ilustre filósofo judío que vivió en la ciudad egipcia de Alejandría hacia el 150 A.C. Al oírlo Aristóbulo abrió los ojos y se llevó las manos a su cabeza como señal de asombro. El director continuo la explicación y le dijo que él hacía honor a su nombre porque con su palabra y sus acciones demostraba a sí mismo, y a los demás, poseedor de una recia voluntad y nobleza. Otro motivo más de alegría para Aristóbulo en este día memorable. Se despidieron con un fuerte abrazo. Aristóbulo regresó al auditorio a reencontrarse con sus compañeros del lavadero. Ellos le tenían una invitación a comer en uno de los mejores restaurantes del pueblo como una atención y reconocimiento a su diploma.

  El director, Johanna y Raúl dieron adiós de la maestra Fabiola, del rector, de los alumnos  y de los asistentes al acto. Se subieron a la camioneta del director para el regreso a Medellín y comentaron de todo lo acontecido y de lo satisfechos que se sintieron durante el desarrollo del curso. Al director de la Fundación le quedo resonando en la cabeza una frase del emotivo discurso de Aristóbulo: Por fin, desperté al mundo. ¡Qué frase tan contundente, tan certera! Y, sí. Si la Fundación que el dirigía tenía como misión Construir un Mundo Mejor, lo primero que tenían que hacer las personas y las familias era despertar al mundo. Sonrió complacido y se dijo a sí mismo. Gracias, muchas gracias Aristóbulo Aramburo.

 Ilustraciones: Pablo Emilio Castaño Yepes

March 10, 2024

El Expreso del Sol: un viaje familiar en tren, maravilloso e inolvidable, entre Medellín y Santa Marta

 

 

El Expreso del Sol: un viaje familiar en tren, maravilloso e inolvidable, entre Medellín y Santa Marta


Por: Luis Julián Salas Rodas

  En alguno de los muchos libros que el filósofo español Fernando Savater ha escrito hay una frase que se me quedó grabada en mi mente:  la mejor herencia que los padres le podemos dejar a nuestros hijos son los buenos recuerdos. Muy cierto. Se dice que la memoria es la gratitud del corazón. El viaje en tren en el Expreso del Sol, de Medellín a Santa Marta, fue un gran regalo que nuestro padre nos hizo. Regalo que siempre se lo agradecimos. Esta remembranza del Expreso del Sol fue un buen motivo para recordar la vida de mi padre y su familia samaria de origen. 

  Con seguridad la lectura de esta crónica literaria evocara gratos recuerdos y reminiscencias a personas de mi generación, incluso mayores, que también tuvieron la oportunidad de viajar en familia o con sus amistades en el Expreso del Sol. Y para aquellos que no viajaron en él o nacieron después del fin de los servicios del Expreso del Sol la crónica los ilustrará de cómo se realizaba.  

  En 1962 se inauguró en Colombia el Expreso del Sol. Un servicio de tren de pasajeros entre las ciudades de Medellín, Bogotá y Santa Marta, esta última ubicada en la Costa Atlántica, a cargo de la empresa estatal Ferrocarriles Nacionales de Colombia, FCN.

   En 1969 , cuando terminaba de cursar quinto de primaria en el colegio San Ignacio de Loyola,   mi padre samario Luis Miguel y los hermanos, una mujer, Marisa y cuatro hombres: Juan Mauricio, Sergio, Jorge y yo, Luis Julián, honrado de tener el mismo primer nombre de mi papá.  El mayor de mis hermanos contaba con 15 años, el menor de 7 (mi madre ya había fallecido, muy joven, de 42 años de leucemia en el mes de febrero), hicimos el viaje de Medellín a Santa Marta, en las vacaciones escolares de diciembre, en el Expreso del Sol; viaje que tomó 24 horas. Íbamos ilusionados para visitar al abuelo paterno, las tías y a los numerosos primos y primas costeños. El tren partió a las 8:00 de la noche, puntual, de la estación terminal de Cisneros en el viejo sector de Guayaquil para llegar a Santa Marta al otro día, ya entrada la noche. (Eso si no se presentaban averías o contingencias durante el trayecto). 

   En el Expreso del Sol había dos clases de coches de los pasajeros:  primera y segunda clase. Nuestro padre nos compró tiquetes de primera clase que incluían: una cabina con puerta corrediza con cuatro literas, de color rojo, situadas frente a frente; sabanas y almohadas, muy limpias, baño con lavamanos y sanitario al final del coche. Los de segunda clase consistían de un pasillo central y un par de asientos a cada lado, también de color rojo. Nada de sillas ajustables, o sea que la columna vertebral de dichos pasajeros debía resentirse bastante. Las sillas carecían de apoyo para la cabeza. Los equipajes de mano se colocaban en el compartimiento arriba de las sillas. El vagón de equipajes estaba colocado después de la locomotora. Había, además, un coche restaurante donde se vendían bebidas, refrigerios y comidas. Mi padre nos había aprovisionado muy bien para el viaje. Llevamos agua embotellada, gaseosas en termos plásticos, fiambre y mecato. En esos tiempos no existía la tecnología digital para escuchar música que entretuviera el paso de las horas. Solo el placer de la conversación. En cada estación donde paraba el tren era menester bajarse a vigilar que los amigos de lo ajeno no se nos robaran las maletas del vagón de equipajes.

   El tren iniciaba su marcha bordeando las orillas del rio Medellín, se pasaba por los s del norte del Valle de Aburrá, Bello, Copacabana, Girardota, Barbosa para entrar en las vegas del río Porce, por Popalito, Santo Domingo, Pradera, Botero, Santiago hasta la estación del Limón, en la boca del famoso túnel de la Quiebra, de 3.5 kilómetros de longitud, terminado y puesto al servicio en 1929, fue dirigida por el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros. Cruzado el túnel, se llegaba al municipio de Cisneros, Guacharacas, San José del Nus, Yolombó, Caracolí, hasta arribar a Puerto Berrio, en el rio Grande de la Magdalena, el más importante del país.

   En Puerto Berrío el tren se detenía a esperar el que venía de la Sabana de Bogotá para engancharlo y así poder continuar hasta Santa Marta. Recuerdo que en el momento del enganche de los trenes me estaba tomando un vaso de manzana Postobón y lo fuerte del golpe hizo que se me regara la gaseosa en la camiseta y quedara toda empegotada por el resto del viaje. La espera duró tres horas.  Una vez realizado el enganche cruzamos el imponente puente de pontones de concreto y de estructura metálica sobre el rio Magdalena para tomar su margen derecha, ya en el departamento de Santander. Cimitarra era el primer municipio de ese departamento, situado en las selvas, aun inhóspitas y agrestes de los ríos Opón y el Carare, seguían los municipios de Barrancabermeja y Puerto Wilches.

   Pasamos luego al departamento del Cesar, por los municipios de San Alberto, San Martín, Aguachica, Gamarra, La Gloria, Pelaya, Tamalameque, donde en sus calles se decía que salía una llorona loca, Chimichagua, y sus playas de amor, Chiriguana, El Paso, Bosconia, El Copey  Continuaba el tren por los municipios del departamento del Magdalena, por el Banco, viejo puerto donde el maestro y cantante  José Barros decía que yacía dormitando la piragua de Guillermo Cubillos, con 12 bogas con la piel color majagua y el temible Pedro Albundia; después por los municipios de  Guamal, San Sebastián de Buena Vista, San Zenón, Santa Ana, Santa Bárbara, el Plato, la tierra del Hombre Caimán, que se iba para Barranquilla, que comía queso, comía pan y tomaba tragos de ron y era digno de admiración; Tenerife, Zapayán, Pedraza, Cerro de Santa Antonio, El Piñón, Pivijay luego por los municipios de la Zona Bananera, dejando las orillas del rio Magdalena,  de Algarrobo, Fundación y Aracataca, este último fue el lugar donde el escritor, Nobel de literatura, Gabriel García Márquez pasó,  en casa de su abuelo paterno el coronel, retirado, sin pensión de vejez,  Nicolas Márquez, combatiente de la Guerra de los Mil  Díaz, entre liberales y conservadores (1899 – 1902),  transcurrió sus primeros ochos años de su vida, en compañía, también, de su abuela Tranquilina Iguarán y sus tías. En dicho municipio existe el árbol de Macondo, que dio nombre al pueblo de la novela Cien Años de Soledad. De Aracataca seguían los municipios de Fundación y Ciénaga y, por fin, el anhelado destino final de Santa Marta.    

   Entre los municipios mencionados aparecían pequeños caseríos rivereños y calentanos con ranchos de paja: unos y techo de zinc otros, desde allí sus moradores nos saludaban al paso del tren agitando sus manos y los pasajeros extendían las suyas en respuesta amistosa. Sitios y poblados muy diferentes a los que conocía en mi natal departamento de Antioquia. A la salida y entrada de cada estación el maquinista del tren hacia sonar varias veces las cornetas. Todas las estaciones eran muy parecidas: constaban de  un largo edificio con piso de cemento, tipo bodega. con dos espacios, uno de sala de espera, con sillas de madera y un par de ventanillas para la venta de tiquetes y otro espacio para guardar equipajes y mercancías. Sobre el andén principal de abordaje pendía un ancho techo a manera de cobertizo y en la mitad del edificio, en altura, un gran reloj mecánico de engranajes, resortes y volante para indicar el paso de las horas. En cada parada, se agolpaban bajo las ventanas de los vagones grupos de vendedores/as que ofrecían variedad de frituras, dulces y frutas a los pasajeros en sonora algarabía

  Sentíamos calor, mucho calor húmedo se sentía por toda la región del Magdalena Medio y la Zona Bananera del departamento del Magdalena. carecíamos de  aire acondicionado. Solo un ruidoso ventilador en las cabinas de primera clase. El calor se aminoraba con unos abanicos de papel y al tomar el aire con la cabeza afuera por la ventanilla. En las curvas de la carrilera los vagones del tren se inclinaban generando chispas y un chirrido estridente con la fricción de las ruedas del tren con el hierro de los rieles.

   El vaivén continuo del desplazamiento de los coches por la carrilera acompañaba la modorra y el sueño frágil. Como ejercicios de estiramiento de piernas en compañía de mis hermanos caminábamos por los pasillos de los coches, de lado a lado. Veíamos todo tipo de pasajeros: familias con hijos pequeños, hasta de brazos, con cestos de comida, muchos   niños y niñas de nuestras edades. Además encontrábamos parejas de personas mayores y grupos de estudiantes de bachillerato en plan de paseo de grado. En esa época no se veían  fueron personas con mascotas caninas. bastantes fumadores, hombres y mujeres. No faltaban las pequeñas disputas con los hermanos por ocupar el espacio de las literas para descansar y los regaños del papá para calmarnos y poner orden.   

   Desde Fundación y Ciénaga podíamos ver las majestuosas estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, la montaña más alta del mundo a orillas de un mar. Alrededor de las 8:00 de la noche, después de recorrer 4 departamentos, 41 municipios y 850 kilómetros, cansados y muy satisfechos, el tren hacia entrada a Santa Marta donde nos esperaban nuestros familiares, el mar Caribe, su bahía, la más hermosa de América, con su morro emblemático y faro, las playas del Rodadero, las de Bahía Concha en el parque Tayrona, el paseo de olla a los baños del rio Bonda, el viaje a  la población de Minca, al inicio de la Sierra Nevada, y a Taganga, corregimiento de Santa Marta, en esas fechas todavía un típico pueblo de pescadores, al cual el Maestro Lucho Bermúdez le compuso un rítmico porro cuya letra dice: Taganga, que bello es, Taganga tierra de amor, Taganga bello su mar, Taganga embrujador, Taganga, lindo Taganga. La visita a la hermosa Quinta de San Pedro Alejandrino, donde el Libertador Simón Bolívar murió en 1830, a sus escasos 47 años de edad. Parodiando la conocida canción: Santa Marta, Santa Marta no tenía tranvía, pero si tenía tren y por sus olas no moría.

   Ya en Santa Marta se sucedían los encuentros y las visitas a las casas de nuestros parientes caribeños. El abuelo y dos tías tenían su casa a unos 50 metros del Paseo de Bastidas, a orillas del mar. Desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde, en el crepúsculo colorido de todas las gamas del rojo, del amarillo y del naranja, mis hermanos y yo pasábamos el día construyendo castillos de arena y nadando en el mar con flotadores de plástico. No existía el uso de bronceadores, ni protectores solares, ni gafas de sol, si acaso una cachucha, una toalla y el vestido de baño. Del cáncer de piel, por exposición excesiva y continuada del sol, nadie hablaba y menos de que lo estábamos incubando para nuestra edad adulta. Solo salíamos de la playa a al almorzar para luego regresar.  

 Disfrutábamos con gusto de la comida criolla costeña como la arepa de huevo, el mote de queso, el suero costeño, el enyucado, las caramañolas con carne molida, los bollos de yuca, de plátano, de maíz blanco, los jugos de níspero costeño, de sandía con jugo de limón, los raspados de hielo,  los ceviches con frutos del mar,  el sancocho de gallina con guarnición servida en hojas de plátano y, por supuesto, el infaltable plato con pescado frito, sierra, róbalo o pargo rojo, con patacones, limón, arroz con coco. bebíamos una helada gaseosa Kola Román. Todos platos deliciosos que nos preparaban las tías y los primos en sus casas. Comidas que no teníamos en nuestra casa del barrio Provenza, en el Poblado, de Medellín.

  Rechazábamos con nuestros hermanos comer huevos de iguana. Al papá si le encantaban. Los vendían en tenderetes en las calles amarrados y colgados con pitas. Para sacarles los huevos cazaban a las iguanas y las rajaban por el vientre con un cuchillo, sin anestesia, para extraerles los huevos y luego le cerraban la herida, con ceniza, tierra o aserrín para después dejarlas morir.  Algo horrible que aún se practica.  Para mi padre no era ningún problema. Hacia parte de una tradición cultural y sus gustos.     

   Al atardecer las tías y el abuelo abrían la puerta de la casa, sacaban las mecedoras momposinas para recibir la brisa marina al tiempo que saludaban a los vecinos y amigos del barrio, diciendo:  Adiós, adiós. El abuelo paterno se llamaba Jorge Salas Bustamante  y era descendiente de un español de las islas canarias que emigro a Cartagena y luego a Santa Marta a finales del siglo XIX era la encarnación viva del personaje de la novela corta de Gabriel García Márquez, Gabo, El coronel no tiene quien le escriba. El abuelo era delgado, de estatura mediana, canoso, de piel trigueña. Vestía, en toda ocasión, de pulcra camisa blanca, de mangas largas, pantalón de dril, color gris, del mismo color de su sombrero de fieltro. Cinturón de cuero negro como sus zapatos y medias blancas. Era pensionado de la Frutera de Sevilla, una empresa productora y exportadora de banano a Estados Unidos, filial de la United Fruit Company de los municipios de la Zona Bananera del departamento del Magdalena. Le tocó presenciar la llamada Matanza de las Bananeras en Ciénaga, en 1928, donde trabajó, además, un tiempo como oficial auxiliar de la estación del tren. Contaba el abuelo Jorge que una vez se encontró un fino maletín de cuero repleto de monedas de oro debajo del asiento, olvidado por un pasajero y él, hombre honrado, de manos limpias, se lo entregó a su jefe y éste, pies en polvorosa se voló con el tesoro y jamás se volvió a saber de él.  Una historia para no creer, de puro Realismo Mágico garciamarquiano. Solía decir que: No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad.

  El abuelo era también gallero de oficio, igual que el coronel de la novela. En el patio trasero del viejo caserón tenía 15 gallos finos de pelea, unos encerrados en pequeñas jaulas de anjeo y madera y otros amarrados con cabuya en las columnas. Nos enseñaba como se pulían sus espuelas. Animaban sus relatos el canto de los gallos  El canto de los gallos era constante, no solo al amanecer sino todo el día.

 El abuelo nos llevaba a presenciar las riñas de gallos a una gallera cercana a la casa a ver ganar o perder las apuestas de sus gallos colorados y saraviados. ¡Todo un espectáculo! Nadie mencionaba, entonces, el maltrato animal o la barbaridad de esta costumbre. Y en esas invitaciones el abuelo Jorge nos compraba dulces, helados y hasta billetes de un peso nos metía en los bolsillos del pantalón. 

  Para mí era una gran figura. Se casó en matrimonio católico y tuvo siete hijos, cuatro hombres y tres mujeres con la abuela Isabel Bermúdez, quien murió de una pulmonía antes del invento de la penicilina, solía decir el abuelo. Al quedar viudo, tuvo otra relación sentimental de la cual se separó y engendró  otros cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. 

  Esta es otra historia Algo parecido le sucedió a mi padre Luis Miguel, quien se casó en 1952, en primeras nupcias, con mi madre, Celmira Rodas, antioqueña, oriunda del municipio de la Unión. Egresada de la Escuela Remington, quien laboraba como secretaria en la firma Tracy y Compañía, importadora de maquinaria industrial. 

  En esos tiempos no era algo muy común en Colombia el matrimonio entre personas de procedencia de regiones tan distintas. Mi madre fue una mujer de rasgos finos en su rostro, cuerpo armonioso y piel muy blanca. Mi padre de piel muy trigueña. Al enviudar, se volvió a casar, en 1974, esta vez, con otra mujer paisa, Celmira Pulgarín Ochoa, del municipio de Venecia, con quien tuvo un hijo de nombre Cesar Alejandro. Madre y madrastra con el mismo singular y escaso nombre de Celmira. Curiosa coincidencia de la vida. Mi padre perdió su acento costeño, pero no su gusto y afición por la música tropical y en especial los vallenatos clásicos del Maestro Rafael Escalona que solía escuchar en la radiola de tubos New Yorker en la sala de la casa.

   A los 19 años mi padre, una vez terminado el bachillerato en el reputado Liceo Celedón de Santa Marta. donde fue el mejor bachiller de la promoción, lo apodaban la pequeña máquina, viajó a Medellín a estudiar en la recién creada Facultad de Ingeniería Química de la Universidad de Antioquia, la primera que se fundó en dicha universidad, donde fue el primer alumno graduado de ingeniero en 1949; hecho que lo hizo sentir muy orgulloso toda la vida. Sin familia en Medellín se sostenía dando clases de matemáticas en  el Instituto Central Femenino CEFA. Ya con el título se vinculó a trabajar en las plantas de producción de Cementos del Nare y Cemento Blanco de Colombia, en el municipio de Puerto Nare, corregimiento La Sierra, a orillas del rio Magdalena donde estuvo vinculado hasta 1968. Allí. también, en Puerto Nare, pasábamos vacaciones de diciembre cuando éramos pequeños y recuerdo haber visto caimanes y manatís en sus riveras. Mi padre, Lucho le decían sus hermanos y amigos, trabajó después en Cemento Argos, Cementos El Cairo y Tolcemento, en el municipio de Toluviejo, departamento de Sucre. Fue asesor en fábricas de cementos de Puerto Rico, Panamá, Perú y Chile. Era un reconocido experto en la elaboración de cemento.  Ninguno de sus seis hijos salió ingeniero. Yo, muy a su pesar y decepción, decidí estudiar Sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. En 1976, cuando cursaba mi segundo semestre de carrera, a sus 54 años murió de un cáncer pulmonar.  

   Otro gran contador de historias era el tío Jorge, que apenas curso estudios de primaria quien siempre se ganó la vida como pescador con lancha propia de motor. Sabía de faenas de pesca, de corrientes marinas, de vientos, tempestades, de elaborar redes, de donde eran los mejores lugares para pescar, sabia el nombre de multitud de peces marinos, en todos sus tamaños, formas y sabores. Estaban, también el tío Leopoldo, que estudio Agronomía en la Universidad Nacional, sede Medellín, quien también casó con mujer paisa y se radico en Palmira, Valle con su familia. El tío Roberto fue ebanista y formó familia en Santa Marta Tenía su taller en su casa. Las tías, Nena, la mayor de ellas que permaneció soltera, Blanca la del medio y María Helena la menor, Ambas se casaron y tuvieron hijos. Hablaban con los mismos modos y giros costeños de los personajes femeninos de los cuentos y novelas de Gabo. Cuando íbamos con el papá a la playa de Bahía Concha, en el parque Tayrona, se podían ver por la carretera el revoloteo incesante de multitud de mariposas amarillas, como las que asediaban a Mauricio Babilonia cuando cortejaba a la joven Remedios, la Bella, quien ascendió virgen al cielo envuelta en sábanas blancas.  A los primos y primas les causaba mucha risa y hasta burlas el marcado acento paisa de sus parientes antioqueños, y a nosotros él hablado rápido y entrecortado de ellos.

   Esas vacaciones diciembre de 1969 fueron las primeras que nuestro padre y nosotros, sus hijos, pasamos sin la mamá. La extrañamos mucho. Cómo nos hubiese gustado disfrutar de su presencia, compañía, abrazos y besos. Para el papá fue muy reconfortante encontrarse y compartir ese tiempo con el abuelo y los hermanos samarios.

   Me he sentido muy afortunado de haber podido crecer en medio de dos culturas y sociedades muy diferentes: la costeña, por el lado de mi padre y la antioqueña por parte de mi madre. Una mezcla, una fusión entre la arepa de maíz y la arepa de huevo. Esa diversidad de creencias, costumbres, valores, modos de hablar y tradiciones le ha dado alegría, satisfacciones, color y riqueza al curso de mi vida.

  Este viaje en tren, cuando era apenas un niño de 11 años, con mi padre y mis hermanos, fue, pues, una experiencia inolvidable y maravillosa. El viaje de regreso a Medellín no lo hicimos en tren sino en u un jet Boing 727 de Avianca, época en la que aún era glamoroso y muy privilegiado subirse y volar en un avión. Gratas vivencias y recuerdos de mi infancia. Qué bueno sería para las nuevas generaciones el poder revivir y viajar en un tren como el Expreso del Sol de pasajeros entre Medellín – Santa Marta – Medellín. Una bella y entretenida manera de conocer la geografía, los paisajes, las regiones y la gente de Colombia.

Luis Julián Salas Rodas

Rionegro, Antioquia

9 de marzo de 2024

Fuentes bibliográficas:

Reminiscencias y memoria del autor

Fotografías del álbum familiar.

Mapas de los departamentos de Antioquia, Boyacá, Santander, Cesar y Magdalena

Imágenes de Internet

Wikipedia

  

REPORTE GRÁFICO

  


 El Expreso del Sol de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia - FCN

 Foto: Wikipedia

  


  Estación terminal de pasajeros de Cisneros en Medellín

 Foto: Wikipedia Commons

 


 Estación El Limón –Municipio de Cisneros - Departamento de Antioquia

 Foto: Turismo en Medellín


 Entrada al Túnel de la Quiebra antes de la estación El Limón – Departamento de Antioquia

Foto: Pinterest

 

 



Estación Cisneros – Departamento de Antioquia

Foto: Wikipedia


 



 Selvas del río Opón y el río Carare – Departamento de Santander

 Foto: Universidad de Boyacá

  


Barrancabermeja. Puerto fluvial y petrolero a orillas del río Magdalena – Departamento de Santander

Foto: Blu Radio

 



Estación de Aracataca – Departamento del Magdalena

Foto: periódico el Heraldo

 

 



Bahía de Santa Marta, el río Manzanares, a la izquierda de la foto, desembocando al mar Caribe, al centro y al fondo el morro y el faro, el puerto de buques y la masa rocosa de Punta Betín en al extremo derecho –Distrito de Santa Marta - Departamento del Magdalena

Foto: La Revista Actual

 

 


Bahía Concha – Parque Tayrona – Departamento del Magdalena

Foto: Alcaldía Distrito de Santa Marta

 

 



 Playa del Rodadero – Santa Marta – Departamento del Magdalena

 Foto: kayak


Taganga – Corregimiento de Santa Marta – Departamento del Magdalena

Foto: Wikipedia



Sierra Nevada de Santa Marta, con los picos Colón y Bolívar a 5.575 metros de altura – Departamento del Magdalena

Foto: Colombia Verde






Paisaje del corregimiento de Minca – Santa Marta – Inicios de la Sierra Nevada de Santa Marta – Departamento del Magdalena

      Foto: Dreamstime

 



 Charcos del río Bonda – Corregimiento de Bonda - Santa Marta - Departamento del Magdalena

 Foto: W Radio



 Foto: You Tube




                      Los abuelos paternos samarios: Jorge Salas Bustamante y Isabel Natalia Bermúdez Núñez

                                                                        

Mosaico de alumnos de sexto bachillerato del Liceo Celedón en 1942. Foto de mi padre Luis Miguel, primera foto de izquierda a derecha. De lo 28 graduados solo una mujer.




Recorte de prensa: periódico El Colombiano





 Foto de mis padres, el de 26 años, ella de 24, en el día de su matrimonio, 1952

 Foto: álbum familiar


Fotos: álbum familiar

 

 


Foto: carátula de un disco – Corregimiento La Sierra – Municipio de Nare


Puerto Nare- Departamento de Antioquia - Río Magdalena

                                                                           FIN